Salió de la casa, sin dar más aviso a nadie. Caminó unas cuadras. Su abuela vivía en su misma colonia.
No siempre había estado en aquel piso departamental, algunos años vivió en Madrid, se había ido a acompañar a alguno de sus hijos cuando el nieto estaba enfermo de muerte. Otros años los vivió en la India, de igual manera acompañando a otro hijo suyo cuando su nuera estaba enferma. Y en fin por su carrera ex profeso de enfermera había conocido tantos lugares del mundo y a tanta gente, que las historias serían interminables. Y digo serían por que la abuela no contaba mucho, parecía que hacía meses le había habitado una enorme tristeza en su alma que la había enmudecido. Además Doña Irene no era de mucha presunción. Muy de cuando en cuando sacaba una historia a relucir que a Juliana la emocionaba. Era como descubrir una etapa, una faceta, un nuevo perfil de su mística abuela. Así se había enterado de la vida de Julio, se abuelo al que poco conoció. Al que sólo vio unas cuantas veces cuando su padre le visitaba pero no la dejaba bajarse a aquella casita, sólo veía su cabeza medio pelona medio blanca asomándose por la puerta, y su sonrisa postiza reluciendo, y le decía adiós. Entonces Juliana se emocionaba tanto y ansiaba conocerlo, platicar con el y no sólo acompañar a su padre a que le llevase comida.
Juliana se había enterado de que no se amaban tanto, como el prototipo ideal de abuelos cariñosos que se tiene. Así se había enterado también de que pertenecía a una familia de abolengo, que sus bisabuelos eran condes de Santiago, así se había enterado que no todos sus tíos eran hermanos de sangre, así se había enterado de las hermanas de su abuela y sus luchas, sus enfermedades y de muchas cosas más Juliana se había enterado en esas esporádicas pláticas de su abuela.
Juliana no la visitaba siempre con ganas. A veces era más costumbre, o deber. Pero siempre estando ahí las disfrutaba.
Había en la mesa panecillos que algún pariente o amigo le había llevado. Calentó el café. Hizo palomitas. ¡Cuanto disfrutaban ambas ese olor!. Al final de cuentas era otra de las cosas que Juliana reconocía tenían en común.
- ¿No comes? – preguntó un poco desinteresada la abuela
- No. – contestó sin mirarla.
Esa respuesta rápida hizo que la abuela Irene le pusiera mayor atención, la miró detenidamente.
- ¿Cómo va la escuela hija?, ¿Qué dice la universidad?
- Nada abuela. Ya mero termino todo y salgo de vacaciones. Es verano
Juliana intentó seguir el hilo a la conversación. Le daba risa ese interés de su abuela que pocas veces mostraba cuando Juliana le platicaba cosas, cunado trataba de ser atenta. Pero cuando estaba seria entonces la abuela le mostraba cariño e interés. En ese entonces no sabía si era un interés sincero. Y esa risilla que le causaba tenía raíces de odio a lo que ella llamaba como hipocresía. Como protocolo social, y el protocolo lo tachaba de vacío y frívolo.
- Este pan esta buenísimo, verás me lo ha traído “el güero” Tan atento mi hijo, tiene tantas cosas que hacer y se ha pasado a darme una vuelta y me dijo “Irene aquí le dejo este pan que cocinó mi mujer” ¿tu crees?
- Juliana se ríe sabía de que se trataba ¿Qué?
- ¡Pues que la niña lo ha cocinado!
- Puede ser. ¿O no?
Entonces Irene le hacía esos ojitos. Juliana los sabía leer “La niña es boba, no la quiero corromper, quizá especulé mal.” Y es que Juliana quería evitar esas críticas y esas pláticas intrascendentes, quería escuchar otras cosas más serias. Como el por qué Irene nunca quiso a Julio, o que recuerdos escondía de él. Pero si lo preguntaba no era lo mismo. Tenía que salir de Irene, tenía que abrirle el corazón.
jueves, 5 de junio de 2008
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1 comentario:
No hay nada mas sincero que lo que nace del corazón, por que la razón no puede corroperlo, ni cambiarlo.
Saludos Any, cada vez me clavas mas con tus anécdotas.
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